Controversias sobre la Revolución
(enviado por el comité de formación del BLoque Socialista de Perú como instrumento para debatir la actualidad y el sentido de la revolución)
Al cabo de varios años de exclusiva atención en la democracia y el neoliberalismo, comienzan a reaparecer las discusiones sobre la revolución en América Latina. Los presagios derechistas sobre el fin de estas convulsiones han quedado opacados por la nueva oleada de rebeliones sociales, el retroceso político de los conservadores y las dificultades de intervención del imperialismo. El conformismo de los 90 choca con el ímpetu transformador que se verifica en varios países.
Las viejas presentaciones de la revolución cómo un acto conspirativo han sido reflotadas por la derecha, junto a las interpretaciones psicológicas de la insubordinación popular. Ambos enfoques omiten las motivaciones políticas de estos levantamientos. La simplificada identificación con el vandalismo o la frustración personal no explica el protagonismo de los sectores oprimidos más organizados, ni la vinculación de las grandes convulsiones con las crisis.
Las tesis gradualistas que asemejan la revolución con fiebres o tormentas desconocen el carácter social de este acontecimiento. Estiman que el capitalismo constituye la forma normal y eterna de funcionamiento de la sociedad e ignoran el sustento histórico de los mitos que generan las revoluciones.
La concepción marxista resalta el origen de las revoluciones contemporáneas en contradicciones objetivas del capitalismo y realza el papel de los sujetos sociales en su desarrollo. En cambio el estructuralismo presta escasa atención a ambos determinantes y focaliza su indagación en las rivalidades entre las elites nacionales. El primer enfoque distingue las revoluciones burguesas -que alumbraron el capitalismo- de las gestas socialistas, que buscan superar este sistema. Estudia los niveles de conciencia y radios geográficos diferenciados que caracterizan a ambos procesos. Al rechazar esta tipología, la segunda visión no logra esclarecer el sentido específico de cada levantamiento y levanta una barrera artificial entre las revoluciones clásicas y contemporáneas.
La aplicación del concepto revolución burguesa a América Latina permite comprender las razones de una dinámica histórica inconclusa. Esclarece las causas de un proceso fallido, luego de un éxito anticolonial temprano que fue sucedido por triunfos de las oligarquías y procesos de recolonización imperialista. La consolidación del capitalismo y el giro conservador de las clases dominantes agotaron la vigencia a la revolución burguesa desde principio del siglo XX.
Todas las revoluciones contemporáneas han sido nacionales, políticas, democráticas, agrarias o sociales. El cumplimiento pleno de estas metas induce a un curso anticapitalista, que las clases dominantes tienden a sofocar para desenvolver distintos modelos de acumulación. De esta frustración popular emergen diversas variantes de renovación de la opresión capitalista.
Un curso opuesto de radicalización socialista permitiría saldar las cuentas pendientes del pasado junto a una nueva construcción pos-capitalista. Es mucho más importante discutir estos senderos de emancipación que dirimir las eventuales opciones de desenvolvimiento burgués.
La revolución fue un tema de reflexión predominante en América Latina durante la mayor parte del siglo XX. Esta centralidad decayó abruptamente en los años 90 como consecuencia del colapso de la URSS, la expansión del constitucionalismo y el auge del neoliberalismo. En un clima de hegemonía del pensamiento conservador, la revolución fue expurgada del lenguaje político. Se convirtió en un concepto censurado en la academia, olvidado por los medios de comunicación y eludido por muchos intelectuales.
Esta proscripción ha quedado recientemente erosionada y el término ha sido reincorporado al léxico corriente de varios países. Tiene uso cotidiano en Venezuela, recuperó legitimidad en Bolivia, adopta referencias ciudadanas en Ecuador, motivó importantes controversias en Argentina durante sublevación del 2001 y persiste cómo un concepto central de la sociedad cubana.
La revolución es tema insoslayable si se busca esclarecer quién maneja el estado y no sólo quién preside un gobierno. Permite explicar cómo se obtiene, mantiene o pierde el poder. Su debate coloca las grandes disyuntivas estratégicas en el centro de la escena. ¿La revolución es necesaria, conveniente o factible en la actualidad? ¿Qué formas y variedades presenta en la era contemporánea? ¿Es un acontecimiento perimido o tenderá a irrumpir en el futuro?
La cruzada en América Latina
A principios de los años 90 los intelectuales alineados con el establishment recibieron con entusiasmo la "renuncia a la revolución" proclamada por varios líderes de la izquierda regional. Festejaron la "derrota sin clemencia" del socialismo y el abandono de este proyecto "como una etapa distinta de historia mundial". Presagiaron, además, que los triunfos del capitalismo, los éxitos de Estados Unidos y la declinación de rebeliones populares determinarían un "futuro sin marxistas"[3].
Estas caracterizaciones han quedado desmentidas por el curso de los acontecimientos. Desde principio de la década los derechistas han debido lidiar con la crisis del modelo neoliberal, el retroceso de los gobiernos conservadores y el resurgimiento de los levantamientos sociales.
Los defensores del status quo afrontan el fracaso del ALCA, el estancamiento de los tratados de libre comercio y la pérdida de iniciativa diplomática del Departamento de Estado. Sus elogios al neoliberalismo chocan con la crisis de las privatizaciones y los nefastos resultados de la desregulación.
Los apologistas del capitalismo anunciaron el fin de la protesta popular en coincidencia con el "caracazo" y poco antes del levantamiento zapatista. Anticiparon la pasividad de los oprimidos cuándo comenzaban las grandes rebeliones de Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. Estos desaciertos se han extendido a su celebración de un "futuro sin marxistas", que ha quedado opacada por la reciente reactivación del pensamiento de izquierda.
Los conservadores afirman que la revolución perdió sentido al extinguirse las esperanzas en un mundo mejor[4]. Pero esta percepción pesimista fue expuesta para avalar los viejos postulados reaccionarios. Afirmaron que el orden vigente es inmodificable, que el capitalismo perdurará hasta la eternidad y que los oprimidos se resignarán a padecer la injusticia. Fundamentaron estas tesis con argumentos antropológicos, consideraciones religiosas y creencias vulgares.
Pero esa mirada no sólo imposibilita el socialismo sino cualquier propuesta de cambio, ya que presupone la inmutabilidad del orden vigente. Semejante freno de la historia es tan ilusorio cómo el reciclaje interminable del capitalismo. Es mucho más utópico suponer que un régimen social puede auto-recrearse indefinidamente, que imaginar su reemplazo por algún otro sistema.
Objeciones primitivas
La crítica derechista a la revolución se inspira en viejas teorías conspirativas. Los villanos de la guerra fría (agitadores comunistas y soviéticos infiltrados) han sido reemplazados por terroristas y fundamentalistas, pero el libreto no ha cambiado. Los conservadores siempre perciben la mano de algún extremista en el estallido de cualquier convulsión, que contraponen con el espíritu moderado de los trabajadores.
Su paranoia se basa en un supuesto de estabilidad, normalidad y equilibrio del capitalismo. Suponen que este sistema es sólo perturbado por la acción de alguna fuerza exterior a la dinámica de este régimen y consideran que las sublevaciones son aberraciones ocasionales. Es evidente que esta mirada no puede aportar ninguna idea relevante al análisis de la revolución.
Otros autores derechistas atribuyen el descontento revolucionario al malestar que acumulan los individuos frente a una pesada carga de frustraciones. Recurren a un modelo volcánico de tensión creciente, para describir cómo el agravamiento de las desventuras personales genera rebeliones masivas[5].
Pero esta atención a las motivaciones individuales deja de lado las causas sociales que determinan la insubordinación popular. Las concepciones elitistas no indagan cómo la opresión de una minoría adinerada desata resistencias del grueso de la población, sino que reducen estas reacciones a una sumatoria de irritaciones particulares. Las contradicciones, los conflictos y las tensiones sociales son vistos a través de un microscopio que investiga el desamparo, la angustia o la desilusión personal.
Por ese camino la dinámica de la revolución resulta inexplicable, ya que los grandes acontecimientos sociales siguen un patrón de acción colectiva muy distinto al malestar o al despecho personal. La revolución es un enigma irresoluble para quiénes desconocen causas políticas y contextos históricos. Al ignorar estos determinantes establecen falsas analogías con el vandalismo o la violencia irracional. Nunca registran que cualquier revolución pone siempre en juego la legitimación de derechos y demandas populares.
Esta omisión de las motivaciones políticas impide explicar el liderazgo social de estos acontecimientos. Ese protagonismo no es habitualmente asumido por las principales víctimas de una injusticia, sino por los sectores con mayor capacidad de intervención política. El padecimiento extremo frecuentemente origina un grado de desesperación que conduce a la impotencia. Por esta razón los sectores explotados que encabezan las sublevaciones, no soportan habitualmente situaciones tan oprobiosas. La proporcionalidad entre sufrimiento y rebelión que imaginan los elitistas no se ha verificado nunca.
Las caracterizaciones derechistas más compasivas resaltan ciertas conexiones de las revoluciones con la pobreza. Pero suelen omitir que el rechazo de la desigualdad tiene una gravitación equivalente o superior en el desencadenamiento de esos estallidos. Estos levantamientos frecuentemente irrumpen cuándo se vulneran derechos ya conquistados, o se afianza la injusta distribución de los recursos existentes, es decir que estallan con antelación al agravamiento de la miseria. Las masas reaccionan contra una situación intolerable en función de su propia escala de valores. No existe un patrón que determine a priori, cuáles son las agresiones que desencadenan esa insubordinación[6].
Las revoluciones sólo pueden explicarse con criterios políticos. Las generalizaciones sociológicas que atribuyen su estallido al desconcierto provocado por la modernización o a la erosión de los valores tradicionales, no aclaran por qué razón estos alzamientos se verifican en ciertos lugares, países y coyunturas. Estos estallidos se consuman cuándo las transformaciones sociales socavan la autoridad de las clases dominantes, quiebran la hegemonía política de los poderosos, desatan crisis económicas de envergadura o acrecientan la organización de los explotados. Indagar estas condiciones histórico-políticas es la única forma de aproximarse al problema.
Cuestionamientos gradualistas
Algunos ideólogos conservadores estiman que las revoluciones son reminiscencias de un pasado preconstitucional, que han perdido vigencia con el fin de muchas monarquías y dictaduras. Pero las revueltas populares no han respetado - especialmente en América Latina- esta estricta separación entre formas tiránicas y republicanas. Los alzamientos registrados en la región confirman que las sublevaciones constituyen no sólo reacciones frente a regímenes políticos opresores. También son levantamientos contra los atropellos sociales, que genera el capitalismo y agravó el neoliberalismo.
Los teóricos del social-liberalismo ignoran estas tendencias y proclaman que la "revolución ha desparecido sin dejar rastros", en la nueva era de la globalización. Atribuyen esta declinación a la atenuación de los conflictos sociales y a la disipación de las enemistades políticas[7].
Pero cualquier vistazo a lo ocurrido en las últimas décadas desmiente esa percepción. Si se acepta que la revolución depende de contradicciones económicas irresueltas y de tensiones sociales acentuadas, es muy difícil cuestionar su vigencia bajo el capitalismo actual. Presenta nuevos ritmos, formas y localizaciones, pero no es sensato descartarla con argumentos de creciente convivencia entre adversarios.
Algunos pensadores también relativizan la importancia de la revolución en el pasado monárquico. Afirman que esos acontecimientos coronaron modificaciones ya perpetradas con antelación en forma pausada. Resaltan la continuidad de los procesos históricos y quitan trascendencia a los grandes giros históricos[8].
Pero si estos acontecimientos se limitaran a concluir una obra ya realizada carecerían de relevancia y serían olvidados. Perduran en la historia porque introducen fuertes virajes en evoluciones históricas incompletas u obstruidas. Las revoluciones estallan para resolver estas carencias. Son episodios traumáticos que aparecen frente a la subsistencia de problemas irresueltos. Su estallido nunca es arbitrario, puesto que irrumpen para suturar desarrollos inacabados.
La presentación de la revolución cómo un acontecimiento secundario de procesos ya consumados se apoya en criterios fatalistas. Supone que el desenvolvimiento histórico mantiene un patrón semejante en ausencia o presencia de esas irrupciones, desconociendo cómo estas eclosiones modifican el curso de los hechos. Las revoluciones no son inofensivas. Lejos de colocar un simple sello a configuraciones sociales ya definidas revierten ciertas tendencias y definen el resultado de grandes encrucijadas históricas.
Algunos autores estiman que la gravitación de las revoluciones ha sido exagerada, con su mistificación cómo momentos de iluminación del futuro. Partiendo de esta caracterización convocan a abandonar el "modelo jacobino" y la "centralidad ontológica", que tradicionalmente se le asignó a la revolución cómo instancia fundacional de la sociedad[9].
Pero con esta visión olvidan que el impacto legado por 1789 y 1917 no es arbitrario. Estos episodios condujeron respectivamente al predominio de la burguesía y al primer ensayo de construcción socialista. Por estas consecuencias de gran alcance impactaron en la memoria de muchas generaciones, mediante tradiciones que han resistido el paso del tiempo. Las figuras, héroes y conmemoraciones que generaron estos acontecimientos no son caprichos de la imaginación. Recuerdan hechos que trastocaron el destino de millones de individuos.
La alergia a la revolución impide comprender este impacto. Conduce a suponer que la influencia de estos episodios ha sido magnificada, cómo si la historia de las sociedades fuera un relato fraguado. Esta visión ignora a que algunos mitos persisten en la imaginación colectiva por su contacto con la realidad contemporánea. Frecuentemente las viejas revoluciones son conmemoradas por su relación con encrucijadas actuales.
El rechazo a la revolución se inspira en concepciones gradualistas, que resaltan la preeminencia de patrones de cambio histórico pausado. Este evolucionismo observa a esas convulsiones cómo momentos de obstrucción transitoria, que tienden a disiparse junto al reestablecimiento del equilibrio natural de la sociedad. La metáfora de la fiebre o de la tormenta es frecuentemente utilizada para describir estos desajustes temporarios.
Pero estas comparaciones olvidan que las enfermedades y los cataclismos climáticos no son equivalentes a las conmociones sociales. La acción humana racional tiene un papel mucho más significativo en este último tipo de irrupciones. Los derechistas no distinguen esas diferencias porque presuponen la salubridad natural del capitalismo. Por eso identifican a la revolución con un estado enfermizo. Más adecuado sería invertir la metáfora y observar a ese acontecimiento cómo un doloroso tratamiento que tiende a extirpar los padecimientos generados por la competencia, el beneficio y la explotación.
El gradualismo ignora la existencia de periódicas disrupciones en el desarrollo de las sociedades. Confunde el carácter infrecuente de las revoluciones con su invalidez y desconoce la función históricamente progresiva que han cumplido los sacudimientos, que allanaron el camino para remover regimenes políticos y sistemas sociales opresores.
Marxistas y estructuralistas
Tanto el marxismo como el estructuralismo estiman que las revoluciones son procesos histórico-sociales. Pero el primer enfoque atribuye ese estallido a la confluencia de contradicciones objetivas del capitalismo con intervenciones subjetivas de las masas, en ciertas condiciones, países y circunstancias. Considera que el resultado de esos episodios se dirime en un choque por el control del estado, que opone a las clases sociales en disputa por el poder. La revolución es un momento decisivo de procesos más prolongados, que definen quién orientará el desenvolvimiento de la sociedad[10].
La concepción estructuralista indaga la relación de las grandes revoluciones clásicas (Francia 1789, Rusia 1917, China 1949) con crisis políticas precipitadas por convulsiones externas y revueltas campesinas. Al igual que el marxismo polemiza con la descalificación derechista de estos episodios y objeta su reducción a motivaciones individuales[11].
Pero varias diferencias significativas separan a ambas concepciones. El estructuralismo focaliza la indagación en los aspectos objetivos e impersonales de las sublevaciones, en desmedro del rol jugado por los sujetos. Cuestiona el voluntarismo y la ingenuidad de los seguidores de Marx, que a su juicio dispensan excesiva atención al rol de los participantes en cada cambio revolucionario[12].
Pero esta objeción conduce a diluir la relevancia de estos actores, que se ha potenciado a medida que las revoluciones se transformaron en grandes acontecimientos de masas. Esta gravitación de los oprimidos se incrementó especialmente en el siglo XX, junto a irrupciones que expresaron proyectos políticos populares y formas de liderazgo u organización de los explotados.
El marco objetivo -que indaga el estructuralismo- sólo condiciona la posibilidad de las revoluciones. No define la concreción de estos acontecimientos, ni determina sus resultados. La voluntad, decisión, inclinación política o ideología de los sujetos actuantes imponen desenlaces muy diversos a esos episodios. El marxismo resalta esta centralidad, en su análisis de la revolución cómo un producto de la lucha de clases.
Este enfoque evita las limitaciones de la visión objetivista, que tiende a presentar a los artífices de las grandes convulsiones cómo ejecutantes pasivos de procesos ya predeterminados. La mirada estructural impide especialmente evaluar las luchas y los conflictos políticos de las revoluciones contemporáneas, que buscaron crear una sociedad liberada de la explotación y la desigualdad[13].
La visión marxista considera que la revolución es un alzamiento desde abajo, que se generaliza con la adopción de diversos métodos de lucha. Este tipo de levantamientos se ubica en las antípodas de los cambios administrados por los opresores desde la cúpula del estado, que frecuentemente han sido denominados "revoluciones por arriba". Este concepto alude a procesos de modernización política, desplazamiento de oligarquías o desarrollos industriales, que están sujetos a dinámicas muy distintas a cualquier revolución genuina.
Los marxistas identifican la revolución con el ingreso masivo de los explotados a la acción política directa. En cambio los estructuralistas indagan el origen de esos estallidos, en rivalidades militares que oponen a las grandes potencias. Estiman que la concurrencia de las elites nacionales por el dominio del planeta precipitaron esas convulsiones, al generar crisis, devastaciones o guerras.
Esta causalidad puede rastrearse en numerosas trayectorias, pero no ofrece una explicación general de las revoluciones. Ignora la especificidad de estos acontecimientos cómo extensiones de la protesta por abajo. En lugar de valorar esta acción, la visión estructural indaga el comportamiento de las elites y pierde de vista el sentido principal de estos episodios.
El marxismo subraya también el basamento de las revoluciones en crisis del capitalismo, que se dirimen en enfrentamientos entre clases sociales. Destaca que la transformación revolucionaria que acompañó al surgimiento de este sistema dejó atrás un patrón precedente de evolución más continua. Esa dinámica menos disruptiva marcó por ejemplo el paso de la esclavitud al feudalismo, que se consumó sin cortes históricos nítidos a través de la prolongada conversión de los dueños de esclavos en dominadores de siervos. Las invasiones, guerras y conflictos externos determinan en gran medida el resultado de los procesos precapitalistas, que no incluían revoluciones en el sentido contemporáneo del término.
La visión estructuralista comparte muchos aspectos de este enfoque, pero enfatiza otros rasgos. Destaca especialmente cómo las revoluciones se consumaron bajo el acicate de burocracias nacionales, que han rivalizado por la supremacía internacional. El rol de este segmento es realzado siguiendo una caracterización weberiana, que asocia la gravitación de estos funcionarios con la expansión de sus normas de gestión a todos los ámbitos y espacios de la sociedad[14].
Este enfoque divorcia el rol de la burocracia del comportamiento general de las clases dominantes. Ilustra acertadamente cómo la ambición de poder de los generales, administradores y gerentes desata conflictos internacionales que pueden desembocar en revoluciones. Pero omite considerar que estos procesos se desarrollan en concordancia con los objetivos de los industriales, terratenientes o banqueros que manejan los resortes económicos de cada país. Es cierto que las elites gobiernan con autonomía de los grandes propietarios de los medios de producción, pero siempre actúan en sintonía con sus intereses. Incluso los choques entre ambos sectores se desenvuelven en un marco de opresión común sobre los explotados.
La óptica estructuralista observa con detenimiento las tensiones por arriba, sin percibir las reacciones por abajo. Este abordaje deriva de una visión del estado como ámbito de competencia entre las elites, que no toma en cuenta la función opresiva de este organismo al servicio todos los dominadores. Al ignorar este contenido de clase, tampoco registra de qué forma la acción coercitiva de esta institución para beneficiar a los capitalistas, determina el estallido de las revoluciones sociales.
Una distinción esencial
El marxismo establece una diferencia central entre las revoluciones burguesas y socialistas. Mientras que el primer tipo de eclosiones apuntó entre los siglos XVII y XIX a forjar el capitalismo, la segunda modalidad de estallidos buscó a partir de entonces erigir regímenes igualitarios, mediante la implantación de la propiedad colectiva de los medios de producción.
Ambas revoluciones se han orientado al logro de metas significativamente distintas. Las revoluciones burguesas tendieron a renovar la dominación mediante cambios en la forma de explotación, pero sus equivalentes socialistas buscaron erradicar la opresión social. En este plano esencial 1789 difiere de 1917.
Los proyectos anticapitalistas exigen niveles más elevados de conciencia política y tienden a desenvolverse en un radio más vasto de acción geográfica. Mientras que las revoluciones burguesas tuvieron primacía nacional, sus pares socialistas presentan un alcance histórico mundial. En el primer caso se amoldaron a la formación de estados en países controlados por clases capitalistas y en la segunda variante han tendido a favorecer los intereses internacionales convergentes de todos los explotados[15].
Los estructuralistas objetan esta diferenciación entre revoluciones burguesas y socialistas, afirmando que no esclarece la especificidad de estos acontecimientos. Rechazan esa clasificación y propugnan el uso de otras categorías analíticas[16].
Pero al omitir esta distinción diluyen los propósitos históricos básicos de cada alzamiento. Ignoran que las revoluciones burguesas apuntaron a erigir el capitalismo y que sus contrapartes socialistas aspiraron a erradicar este sistema. Más allá del resultado de ambos procesos, esta diferencia constituye un punto de partida esencial para comprender las metas, los programas y los sujetos sociales que participan en cada revolución.
Algunos autores resaltan otras clasificaciones de la revolución para distinguir las formas de la acción colectiva, los contextos económicos de largo plazo, los patrones de acumulación o los marcos institucionales singulares[17].
Pero las precisiones que aportan estos elementos dependen de su incorporación a una diferenciación básica entre revoluciones burguesas y socialistas. Se puede recurrir a muchos criterios complementarios para ilustrar situaciones, comparar acontecimientos y explicar peculiaridades. Pero estos parámetros no aclaran cuáles son las fuerzas sociales que impulsan cada revolución, ni indican qué tipo de regímenes surgen de esas conmociones.
Esta carencia tampoco se supera con estudios detallados de las frecuencias o modalidades que asumieron las revoluciones. La exposición minuciosa de estos hechos acrecienta el conocimiento de los acontecimientos, pero no resuelve los dilemas conceptuales. Distinguir las revoluciones burguesas de las socialistas es la base de esta indagación. Ambos conceptos definen si la acumulación capitalista o la igualdad social real serán las metas de un alzamiento y si los dominadores o dominados serán los sujetos protagónicos de estos procesos.
El enfoque estructuralista tiende, por otra parte, a observar a las revoluciones como acontecimientos del pasado. Divide a la historia en un período de convulsiones clásicas (tres siglos) y otra fase contemporánea de levantamientos más inciertos. Cómo las explicaciones que aplica a la primera etapa no son proyectadas a la segunda, la consistencia general de toda la explicación queda muy resentida. Una interpretación de las revoluciones que congela la historia en dos bloques separados presenta evidentes lagunas[18].
Esa visión considera, además, que la revolución ha perdido actualidad cómo resultado de la autonomía creciente del estado frente a las convulsiones sociales. Remarca la capacidad de este organismo para amortiguar esos conflictos y estima que las elites contemporáneas han atenuado el peligro revolucionario, al acotar sus rivalidades militares. Pero olvida que esa eventual convivencia no elimina la causa perdurable de la revolución, que es la insatisfacción popular con el orden vigente.
Los marxistas analizan todas las revoluciones con la vista puesta en el futuro. Por esta razón prestan tanta atención a los éxitos, cómo a los fracasos, derrotas u oportunidades perdidas. El propósito es discutir siempre caminos hacia la emancipación social[19].
En cambio el enfoque estructuralista sólo contrasta las grandes revoluciones exitosas y fallidas, en función de su impacto sobre el desarrollo de las elites. Con esta intención compara las victorias (Francia 1789, Rusia 1917, China 1949), con los fracasos (Inglaterra, Japón, Alemania entre los siglos XVII y XIX). Realza, además, este contraste considerando un espectro fijo de causas y condicionamientos objetivos, sin notar cómo las revoluciones modifican estos contextos. Al identificar a las revoluciones con la desconexión funcional de un sistema sustrae a estos acontecimientos de la historia real.
Pero las debilidades del enfoque estructuralista también provienen de una postura metodológica, que sitúa al analista de la revolución cómo un observador imparcial y no comprometido con los sucesos que investiga. Desde ese sitial no se puede detectar lo que buscan, quieren o demandan los artífices populares de una gran convulsión social. El historiador siempre está involucrado con las implicancias políticas de los procesos que analiza y conviene plenamente asumir esas consecuencias.
El ejemplo latinoamericano
Las revoluciones burguesas y socialistas corresponden a épocas distintas y presentan peculiaridades regionales muy marcadas en el caso latinoamericano. El primer tipo de eclosiones surgió en esta región junto al movimiento independentista. Fue impulsada por una lucha contra el enemigo monárquico externo y no por batallas internas contra la nobleza. Este proceso comenzó con las guerras que doblegaron al colonialismo francés (1790-1824), español (1809-1824) y portugués (1817-1822) y continúo durante un siglo de enfrentamientos entre sectores conservadores y liberales. Esta segunda pugna concluyó a principio del siglo XX con la revolución mexicana.
La revolución burguesa no logró consumar -al cabo de esa prolongada etapa- las transformaciones políticas y sociales que caracterizaron a los procesos clásicos de Francia o Estados Unidos. El éxito temprano de la independencia permitió a Latinoamérica liberarse de la opresión colonial, cuándo el resto de periferia recién comenzaba a soportar esa sujeción. Pero esta conquista no alcanzó para impedir el sometimiento económico de la región a las grandes potencias.
Esta dependencia se afianzó con la generalización de los enclaves exportadores, que manejaron los terratenientes criollos en asociación con el capital extranjero. Con la consolidación de las haciendas, el despilfarro de las riquezas naturales, la sujeción financiera y la importación de manufacturas quedó sofocada la acumulación endógena, la industrialización y el desarrollo de los mercados internos. Estos bloqueos frustraron la concreción de las principales metas de la revolución burguesa.
Las guerras civiles post-coloniales reforzaron la configuración clasista oligárquica de toda la región. Especialmente el triunfo de las elites aristocráticas frente a los grupos liberales acentuó el poder de los terratenientes librecambistas hostiles al proteccionismo industrial. La revolución burguesa quedó a mitad de camino a partir de ese desenlace. Los sectores que promovían la distribución de las tierras, el uso productivo de la renta minera y el desarrollo manufacturero perdieron la partida. También fueron aplastados los movimientos localistas (Artigas, Gaspar Francia) opuestos a las sub-metrópolis regionales y las vertientes jacobinas (Moreno, Monteagudo, Sucre), que aparecieron en numerosas localidades.
Este ahogo obedeció en gran medida al pánico que exhibieron las elites criollas frente a la irrupción popular. Fue un temor muy visible desde el estallido de las primeras sublevaciones indígenas con demandas sociales (Tupac Amaru) y las grandes levantamientos autónomos de los oprimidos (cómo la insurrección de los esclavos en Haití). El conservatismo de las elites se acrecentó en proporción a estas experiencias plebeyas radicales[20].
La revolución burguesa desembocó durante el siglo XIX en dos procesos contradictorios de independencia nacional y atropello a los indígenas, negros y pobres. Junto a la revolución política se desenvolvió una contrarrevolución social, que colocó a las masas populares en una doble situación de protagonistas y víctimas de la lucha anticolonial.
Los esbozos de expansión capitalista competitiva y pujante quedaron obstruidos primero por la preeminencia oligárquica y posteriormente por la recolonización imperialista de Estados Unidos en Centroamérica y Gran Bretaña en el Cono Sur. Desde la segunda mitad del siglo XIX se consumó un importante avance de la apropiación foránea de los recursos naturales, que recortó drásticamente los márgenes de la independencia política.
La reocupación de territorios (Puerto Rico, Nicaragua, Haití, Panamá), captura de aduanas (Santo Domingo), manejo del petróleo (México), dominio de las minas (Perú, Bolivia, Chile), control de los ferrocarriles (Argentina, Uruguay) y subordinación financiera (Brasil) introdujeron nuevos impedimentos al desarrollo autónomo de América Latina. Esta sujeción externa no anuló la independencia formal de la zona, pero redujo significativamente su alcance real.
El período de la revolución burguesa quedó cerrado a principio del siglo XX, sin haber logrado gestar el ruralismo competitivo y la industrialización intensiva, que hubieran permitido un desarrollo acelerado y semejante al observado en Estados Unidos. Este curso no impidió, ni disuadió el avance del capitalismo, pero condujo a un desenvolvimiento desde arriba, basado en latifundios improductivos, crecimiento extensivo y escaso poder adquisitivo del grueso de la población. Por es vía se afianzó el encasillamiento de América Latina dentro del gran pelotón internacional de zonas periféricas.
Los pobres resultados de la revolución burguesa en América Latina explican esa inserción y la traumática modalidad que asumieron todas las crisis posteriores. Si el concepto de revolución burguesa es ignorado resulta muy difícil comprender este curso que ha seguido la región.
Fin de un período histórico
La mayor parte de las revoluciones burguesas en el mundo se agotaron a fines del siglo XIX. Desde ese momento el grueso de las clases capitalistas tendió a eludir los conflictos abiertos con sus viejos rivales de la nobleza por temor a los desbordes populares. Abandonaron el camino de 1789 y suscribieron compromisos con los terratenientes, los aristócratas y los monarcas, a fin de asegurar la estabilidad de la acumulación. La revolución burguesa perdió aplicación contemporánea[21].
Esta obsolescencia implica que el establecimiento del capitalismo -a partir de una ruptura radical con los regímenes precedentes- se transformó en un hecho del pasado. Con el afianzamiento de ese modo de producción se acrecentó la hostilidad de la burguesía hacia cualquier alteración abrupta del status quo. El temor al descontrol de las luchas sociales se convirtió en la preocupación central de todos los dominadores.
Este fin de la era burguesa revolucionaria coincidió en América Latina con la asociación de grupos industriales y terratenientes en la gestión de un nuevo modelo de dominación. Este giro no fue sin embargo percibido por los autores que continuaron postulando la vigencia de "revoluciones democrático-burguesas". Convocaron reiteradamente a consumar este tipo de levantamientos, sin registrar el carácter inadecuado de ese concepto para retratar a las revoluciones de la nueva centuria. Ignoraron el perfil ya hegemónico de los sistemas capitalistas vigentes en la región y la oposición frontal de la burguesía frente a cualquier levantamiento social.
Tanto la revolución mexicana (1910) cómo la boliviana (1952) se ubicaron fuera de la órbita burguesa. Las demandas sociales de los campesinos (México) o los obreros (Bolivia) y las banderas anti-oligárquicas y antiimperialistas planteadas en esos levantamientos estuvieron completamente alejadas del ciclo burgués[22].
La vieja revolución de las luces perdió sentido cómo peldaño del desarrollo capitalista y las clases dominantes optaron por distintas variantes de modernización basadas en la regimentación o el atropello de las demandas populares. Aprovecharon el reflujo o agotamiento de cualquier irrupción social para relanzar la acumulación y buscaron arremeter contra las masas, antes de inaugurar una etapa de inversión y crecimiento.
La primera variante se observó durante los distintos ensayos de desarrollistas de post-guerra y la segunda opción ha primado bajo el neoliberalismo. Es muy significativo lo ocurrido con Pinochet, ya que Chile ha sido el país latinoamericano que registró mayores transformaciones capitalistas en el último cuarto de siglo. En este caso el relanzamiento de la acumulación estuvo nítidamente asociado con una embestida reaccionaria. Todas las variantes de desarrollo capitalista actual excluyen a la revolución burguesa.
Variedad de revoluciones
El fin del primer ciclo histórico burgués no abrió una automática sucesión de convulsiones socialistas. Ninguna revolución estalló en el siglo XX persiguiendo objetivos inmediatos anticapitalistas.
Algunas sublevaciones apuntaron a eliminar la opresión colonial o imperialista y otras confrontaron con dictadores, para obtener libertades públicas y derechos constitucionales. Los levantamientos nacionales y políticos que empalmaron con exigencias agrarias de los campesinos, planteos laborales de los obreros o demandas reivindicativas de los oprimidos se transformaron en revoluciones sociales. En estos casos desbordaron la batalla contra el opresor extranjero o el tirano local y desafiaron potencialmente la propiedad de sectores capitalistas.
Los propósitos de todas las revoluciones contemporáneas han sido nacionales, políticos, democráticos, agrarios y sociales y en la batalla por imponer esas metas apareció la posibilidad de un tránsito al socialismo. Cuándo este avance quedó obturado se reinició la acumulación capitalista.
Todos los levantamientos en América Latina desde el comienzo de la centuria pasada irrumpieron desde abajo, con objetivos y demandas muy diversos. En su desarrollo tendieron a desembocar en cursos capitalistas o socialistas, en función del congelamiento o radicalización de esos planteos. En México y Bolivia predominó el primer camino y en Cuba el segundo.
En 1910-11 los campesinos mexicanos derrotaron a los latifundistas, pero no lograron imponer sus exigencias. En los años 30 reiniciaron la lucha con grandes victorias en el campo (y también en las ciudades), pero posteriormente sufrieron las consecuencias de una reversión conservadora. También en Bolivia se pasó de una gran victoria (1952) a un terrible desengaño, cuándo los nuevos gobernantes arremetieron contra las conquistas populares.
En Cuba prevaleció un curso opuesto y se iniciaron transformaciones anticapitalistas. Este rumbo apuntó a superar el atraso periférico, a través de una construcción pos-capitalista. Indicó que estas metas pueden ser encaradas en naciones económicamente subdesarrolladas, políticamente dependientes y militarmente custodiadas por el imperialismo norteamericano.
El dilema de optar por uno u otro curso se ha verificado no sólo en las grandes revoluciones exitosas (México, Bolivia, Cuba, y Nicaragua), sino también en los numerosos levantamientos derrotados, abortados o zanjados con empates y compromisos intermedios. Algunas insurrecciones populares fueron sofocadas en forma sangrienta (El Salvador en 1932, Guatemala en 1982-83) y otros alzamientos quedaron frustrados por la adversidad de las condiciones externas (Granada en los 80). Ciertas revoluciones frenaron al enemigo sin alcanzar la victoria (El Salvador en 1980-90) y otras incluyeron desenlaces cambiantes al cabo de prolongados períodos. En estos resultados siempre influyó la gravitación de estrategias políticas conservadoras o radicales, que alentaron rumbos de renovación capitalista o transformación socialista.
Esta variedad de resultados indica que las revoluciones contemporáneas presentan un perfil intermedio. Ya no son burguesas y tampoco se caracterizan por un debut socialista. El cariz nítidamente anticapitalista no se ha verificado en América Latina, ni ha sido visible en ninguna otra parte del planeta. Revoluciones socialista transparentemente puras no hubo en el pasado y es poco probable que se verifiquen en el futuro. El molde democrático, social, político, agrario y nacional constituye una marca dominante que tiende a persistir. La gran incógnita radica en su devenir, como desarrollos socialistas o cursos de reconstitución del capitalismo.
Opciones del futuro
La caracterización conservadora de las revoluciones cómo un acontecimiento del pasado quedó internacionalmente desmentida por las dos oleadas populares que coronaron el siglo XX. La primera secuencia sacudió especialmente a tres países, en regiones muy diferentes. En Portugal (1974), Nicaragua (1979) e Irán (1980) se registraron alzamientos democráticos victoriosos, que removieron dictaduras, dinastías y monarquías. Pero al cabo de tormentosos procesos sociales el capitalismo fue preservado. Este resultado dio lugar a un espectro muy diverso de expansión de los negocios, regresión productiva y crisis recurrentes, que ha desmentido a quiénes identifican la frustración socialista con el estancamiento. Esta variedad de desemboques ha dependido no sólo del desenlace final de cada convulsión, sino también de las relaciones internas entre las clases y del lugar que ocupa cada país en el mercado mundial.
En todos los casos se ha confirmado que la ausencia de resultados socialistas no implica parálisis económica, puesto que ese inmovilismo es incompatible con la dinámica competitiva de la acumulación. Lo que está en juego en cada revolución no es el crecimiento o la regresión económica posterior, sino quiénes serán los beneficiaros de uno u otro resultado. La permanencia del capitalismo asegura que estas ventajas serán acaparadas por viejos o nuevos acaudalados. Un sistema basado en la explotación siempre augura sufrimientos para los trabajadores y los oprimidos.
La segunda oleada popular que cerró la centuria pasada fueron los alzamientos que sacudieron a la URSS y Europa Oriental entre 1989 y 1991. También estas sublevaciones demostraron variedad de resultados pero en otro plano, ya que concluyeron en victorias democráticas y derrotas sociales. Las libertades constitucionales y los derechos políticos obtenidos por la población fueron acompañados por la apropiación privada de las grandes empresas.
Al frustrarse la renovación socialista, los viejos burócratas totalitarios se convirtieron en capitalistas y los nuevos sistemas políticos quedaron en manos de esos plutócratas. Se demostró que los objetivos políticos y el contenido social de las grandes irrupciones no transitan necesariamente por el mismo carril y pueden incluso recorrer senderos manifiestamente opuestos.
En el debut del siglo XXI América Latina se ha convertido en el nuevo foco de rebeliones contra el neoliberalismo y el imperialismo. Ya se verifican importantes derrotas políticas de la derecha que coexisten con demandas sociales y metas populares pendientes. La conversión de estos levantamientos en revoluciones y su desarrollo en un sentido socialista constituyen posibilidades abiertas, que pueden analizarse estudiando varias alternativas.
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