"50 años de la matanza de Iquique”
Documento recomendado por ABP Chile
El próximo 21 de diciembre se cumplen 100 años de la matanza en la Escuela Santa Maria de Iquique, hace 50 años en la revista Principios se publicó un artículo que hoy, bien vale la pena reproducir por considerarlo de sumo interés y vigencia.
“Yo no creo en la existencia de una República que comienza por matar a sus proletarios…” GEORGE SAND.
El 3 de junio de 1952, un lector escribe a la revista “Ercilla” pidiéndole: “Quiero que me ilustren sobre un hecho histórico chileno que ha chocado a mi conciencia de hijo de esta tierra, produciéndome una especie de vergüenza y asco, por todo lo sucio y miserable que resalta…, suceso desconocido para muchos de nosotros, nacidos posteriormente al hecho y que es la matanza ocurrida el 21 de diciembre de 1907 en la Escuela “Santa María” de Iquique… ¿Es posible que haya sucedido esto en nuestro país? Y, si es así, ¿por qué ha sido glorificado el general Silva, llevando una unidad del ejército su nombre?
EL CHILE DE COMIENZOS DE ESTE SIGLO
Puede asombrar que a tantos años de distancia de acontecidos los hechos, gran parte de nuestra población siga ignorándolos; pero ello se explica porque no figuran en los textos oficiales de historia. Por “razón de Estado”, las clases gobernantes hacen sobre sus crímenes la conspiración del silencio y cuando se ponen en evidencia no vacilan en formular la apología del asesinato en masa. Aún más, cubre a los culpables directos, a los ejecutores, con todas las distinciones, como sucedió con el general Silva Renard, cuyo nombre lleva a poca honra uno de los regimientos de nuestro país.
A cincuenta años del gran crimen es necesario pues, restablecer una vez más la verdad de los hechos, no con un mero afán de juez de instrucción, ni para revivir en este caso la crónica de la tragedia, sino más bien para tratar de adentrarnos en las complejas determinaciones de índole económica, política y social que intervinieron como factores de la masacre, pues ella no fue un fruto del azar, sino la consecuencia de la agudización de la lucha de clases, del influjo del imperialismo sobre un gobierno a su servicio, así como marcó el cierre de una época y la apertura de otra en la vida del proletariado chileno.
En el comienzo del siglo XX se advierte muy cambiada la faz que Chile ofrecía al tiempo de la independencia. Por aquel entonces las ciudades eran pequeños islotes en el mar rural, el comercio escaso y la explotación minera primitiva y sin vuelo. El feudalismo domina el país y gobierna bajo el disfraz de una república, donde el pueblo carece de toda participación directiva. Este pueblo está formado por carpinteros, zapateros, herreros, albañiles, artesanos que trabajan por unos pocos reales diarios, un pequeño número de mineros y la mayoría campesina, que al separarse este país de la corona española, continúa atada a la hacienda, en condición de servidumbre, bajo el nombre de inquilinos. “Con notoria semejanza a ciertos caracteres del siervo medieval europeo, el inquilino siguió adscrito en el hecho, con su familia, al mismo fundo. El terrateniente cedíale la choza, un trozo de terreno, le pagaba cinco pesos al mes, dándole, además, un trozo de charqui al día con un poco de frangollo…”
Este cuadro social va a transformarse bajo el impacto del capitalismo, que penetra en Chile, sobre todo a través de la explotación minera, particularmente del cobre. El capitalismo más poderoso de ese tiempo, el británico, establece en este país una plaza fuerte, necesitado de materias primas baratas. Estaba esperando la hora del desplazamiento de España, para precipitarse a ocupar el vacío. Diez años después de afianzada la independencia en los campos de Chacabuco y Maipú, en Valparaíso han instalado su domicilio cerca de 3.000 extranjeros, el grueso de ellos comerciantes ingleses, que luego ponen mano en el cobre, abren oficinas de negocios, inauguran con el tiempo firmas navieras y ferrocarriles y hacen de Chile un país que depende substancialmente en lo económico de la City de Londres. 50 años después de la Independencia más del 60% del cobre elaborado en Inglaterra es de origen chileno. Aún más, en el período que media entre la consolidación de nuestra emancipación política y el fin del siglo XIX, Inglaterra es el destino del 90% de las exportaciones chilenas y proporciona la mitad de nuestras importaciones. Se trata pues, de un virtual monopolio, y nada desdeñable. Porque en ese entonces Chile ocupa el primer lugar entre los productores de cobre del mundo, aparte de ser importante en la extracción de plata, oro y carbón, lo cual configura su fisonomía peculiar en América de “país esencialmente minero”.
Esto ha creado, como es natural, una capa cada vez más numerosa de propietarios mineros y sobre todo de trabajadores de las minas. El capitalismo inglés, más bien comercial, explota por una parte a aquellos mineros chilenos respecto de los cuales extiende un crédito usurario que extrae del propio dinero interno, y por cierto más que nada de la expoliación de miles de trabajadores de las minas, nueva capa que se forma escapando a la servidumbre rural.
Se ha creado, como resultante de esta explotación, una burguesía minera formada por chilenos que dependen casi siempre de los ingleses o por extranjeros avecindados en este país. Al cabo de medio siglo en la lista de los millonarios de Chile, figuran, más que los antiguos apellidos coloniales, nombres de forasteros que han llegado a este país pobres de santidad, como Edwards, Ross, Eastman, Subercausaux, Matte, Schwager, etc..
SITUACION DE LOS TRABAJADORES
Aquellos que los han hecho millonarios no tienen nada, sino su fuerza de trabajo: son los sufridos mineros, que forman el primer destacamento de la naciente clase obrera chilena. Son tiempos de expansión capitalista y como el desplazamiento del campo a la ciudad no se produce con la celeridad deseada por los nuevos ricos, hacia mediados del siglo pasado; así como antes se importaban negros de Senegal, importan ahora a trabajadores chinos, que se ofrecen en avisos por la prensa, “obligados a 8 años de trabajos forzados”.
Así la clase obrera chilena tuvo en su cuna una formación internacional: el dolor de la explotación en los hoy llamados “continentes subdesarrollados” proporcionó, incluso a través del tráfico humano, mano de obra a precio vil en condiciones semiesclavas. Luego, en las faenas salitreras, peruanos y sobre todo bolivianos vendrán a incrementar este contingente, que es, podemos decir, el tronco progenitor de los pampinos actuales. Esta solidaridad en la lucha y en la tragedia proletaria de carácter internacional va a verse en toda su magnitud justamente en la masacre de la Plaza Santa María.
La clase obrera, en especial los mineros, vive en condiciones inhumanas, con jornadas de 14 a 16 horas de trabajo, inclusive los días domingo. Notables escritores de la época denuncian esta situación. El famoso costumbrista Jotabeche exclama: “Nos figuramos que el minero pertenece a una raza más maldita que la del hombre”. El argentino Domingo Faustino Sarmiento, que cuando joven, desterrado en Chile, que trabajara en la mina “La Cocinera”, lo describe como “como un trabajo físico que sin exageración sobrepasa todo otro esfuerzo humano”. El autor de “Recuerdos del Pasado”, Vicente Pérez Rosales relata que los “apires no hacen más que arrojar su pesada carga para volver a bajar otra vez a fin de repetir esa operación tan lenta como inhumana”. El trabajo infantil es un negocio socorrido. Sin ningún pudor se avisa en la prensa de hace un siglo atrás “ofreciendo niños de menos de 14 años por la mitad del salario que los peones adultos”.
Los cuadros del trabajo infantil que Baldomero Lillo relata en “Subterra”, relativo a las minas del carbón, se aplican con leves variantes a las faenas salitreras y del cobre. También las mujeres laboran codo a codo, porque la miseria es tanta, la vida tan cara y los salarios tan insuficientes que no basta un solo sueldo para subvenir a las necesidades mínimas de un hogar del pueblo.
El sistema de explotación asume las formas más diversas. Una de las más cínicas y desvergonzadas, con ribetes de “feudalismo-industrial”, consiste en no pagar a los trabajadores con dinero, sino a través de abigarrados procedimientos de vales al portador, en especies, pedazos de cueros (los llamados “charoles”) y las fichas en la pampa. Estos extraños medios de pago no eran recibidos según su valor nominal, sino recortados en un 30 ó 40%, lo cual representaba un método de despojo proporcional, un nuevo robo a los ya disminuidos jornales. De allí que una de las banderas del movimiento del año 1907 fuera precisamente el pago en moneda chilena y la abolición del sistema de fichas, que se recibían por otra parte en las pulperías (derivado de pulpos), almacenes propiedad de la misma empresa minera, la cual tenía el monopolio del comercio en el campamento o asiento minero.
¡Pobre de aquel que reclamara! Iba a dar con sus huesos a los pulgueros, a los calabozos particulares de los empresarios, que disponían de policía propia. Todo esto hacía la vida dura y corta. El escritor Augusto Orrego Luco sostiene que en los cálculos más modestos hacia fines del siglo pasado alcanzaba a un 60% la cifra de niños que sucumbían antes de cumplir siete años. En vísperas de la guerra del ’79 se calculaba que la edad media del chileno no alcanzaba los 25.
Pero, a pesar del terror policial, público o privado, la vida del siglo XIX, como tan claramente lo ha revelado Hernán Ramírez Neicochea en su libro “Historia del Movimiento Obrero en Chile” estuvo constantemente sacudido por las explosiones de desesperación y la rebeldía de los trabajadores, de los cuales el movimiento que terminó con la matanza de la Escuela Santa María no sería sino la culminación sangrienta de toda una etapa de por si dolorosa y sangrienta. Ya hacia 1834 se registran alzamientos de mineros en la fabulosa Chañarcillo, cuya aureola de leyenda ha ocultado la terrible verdad humana que se escondía tras ella. Sarmiento da fe de esos estallidos primitivos, carentes de programas y organización, ferozmente espontáneos y reveladores de un estado de explotación insoportable. “Tal es el minero en Chile –escribe el padre de Facundo– Chañarcillo, en un círculo de pocas cuadras, contiene más de 600 y los alzamientos, con el manifiesto designio de saquear las faenas y cometer toda clase de excesos, empiezan a hacerse tan frecuentes, no obstante la presencia del juez, que suele ser un militar con fama de valiente para ser respetado”. Justamente 50 años antes de la matanza de Iquique los mineros del carbón se lanzan a desesperados combates. Por aquel tiempo todo el país conoce el ímpetu del ansia confusa de cambio que anida en el corazón de los trabajadores, quienes se movilizan de manera desordenada en Santiago o en el Norte Chico. Justamente hacia 1855 comienza a estudiarse el que podríamos considerar primer antecedente de la Ley Maldita, una que impida las huelgas, las cuales estremecen ya el régimen conservador y son un anuncio lúgubre para la intangibilidad del mismo sistema de explotación de clases. Aquel fantasma que en 1847, año de la publicación del Manifiesto Comunista, recorría Europa, se hace ahora presente en la forma de una incipiente conciencia social que hace exclamar a un articulista en “El Copiapino” en 1865: “Nosotros que formamos la clase obrera, cuya clase, por su inmensa mayoría, es la base principal que sostiene el edificio social…”
APARICION DE UNA CLASE NUEVA
Tal comprobación encierra un significado trascendente para Chile: señala la aparición de una clase nueva y revolucionaria por excelencia, que toma conciencia propia y se considera a sí misma como un todo. Y esta constatación no es una metáfora literaria, sino una verdad histórica y un hecho estadístico, pues hacia 1875 esta clase social surgente cuenta ya con unos cien mil trabajadores, que no son, por cierto, los ausentes cuadros dispersos de artesanos o peones de los tiempos de la Independencia.
A esta conciencia que la clase obrera va formándose de su calidad de tal, de su fuerza, de su porvenir, contribuyen, aunque en forma nebulosa, las más, entre otras, las ideas socialistas que llegan de Europa. No solo el pensamiento socialista utópico de Fourrier, Owen y Saint-Simón, sino también probablemente en algún sentido “La Miseria de la Filosofía”, de Carlos Marx, que aparece vendiéndose en Santiago en el año 1854 y da una réplica demoledora a la “Filosofía de la Miseria” de Proudhon, evangelio anarquista que la había precedido en su llegada a estas tierras. El propio Proudhon va a ejercer, junto a otros anarquistas, una influencia cuyas consecuencias funestas tal vez se vieron más claras que nunca, con toda su trágica repercusión, en la tragedia de 1907.
En esa obra Marx plantea un asunto que se estaba produciendo también en Chile, que luego tomaría alas con la industria salitrera y va a ascender a una fase superior precisamente a raíz de la matanza de Iquique: “La gran industria aglomera en un solo lugar una multitud de gentes desconocidas entre sí. La concurrencia divide sus intereses. Pero la existencia del salario, ese interés común que tiene contra el patrón, los reúne en un mismo pensamiento de resistencia –COALICIÓN-. En esta lucha –verdadera guerra civil- se unen y desarrollan todos los elementos necesarios de una batalla por venir. Una vez llegado a este punto, la asociación toma un carácter político”.
Para que la organización obrera asumiera este carácter político fue necesario también en Chile vencer la influencia anarquista y pasar por la prueba de fuego de las masacres, de las cuales su expresión más vasta y despiadada es la tragedia de 1907. Ella significó la declinación de la influencia y las tácticas anarquistas y contribuyó a unir más tarde, como Marx preconizaba, a lo económico, “lo político”. Pero antes que la clase obrera se planteara como tarea suprema la conquista del poder, que sumara a la lucha por las reivindicaciones la lucha política, naturalmente pasó por todos los balbuceos porque ha atravesado en los diversos países, desde su edad infantil hasta la madurez. Junto a intelectuales ensayos de falansterios socialistas utópicos como el intentado en Chillán, entre 1866 y 1868, por Ramón Picarte, abrazó con fervor las sociedades de artesanos, mutuales y de socorros mutuos. No veía así sino el primer eslabón de una cadena que tiene su raíz en la existencia misma del sistema capitalista, el cual va a experimentar también una transformación, que significará una penetración todavía más a fondo en nuestra economía y en toda nuestra vida política.
Esta transformación del capitalismo en escala mundial la constituye su paso a la fase imperialista, que en Chile se realizó a horcajadas del salitre y tuvo como partida de bautismo el fomento de una guerra entre países hermanos, Chile contra Perú y Bolivia, y luego atizar en nuestro país una guerra civil, la del 91. Ambas son, hablando desnudamente guerras del salitre, animadas en más de algún aspecto decisivo por la ingerencia del capitalismo mundial que pasaba a su etapa imperialista.
Hablando de esta nueva fase un ingeniero extranjero, A. Cocq. Port, puede decir y a propósito de Chile, con toda exactitud en 1889: “Hoy no se conquista a los pueblos por la fuerza de las armas, sino también por la absorción legal de sus riquezas”.
LAS ORGANIZACIONES DE LOS TRABAJADORES
Y Tarapacá, la cuna del nuevo proletariado pampino se transformó así en aquello que Balmaceda no quiso: en una factoría extranjera.
Pero ese mismo imperialismo va a chocar con su propia sombra, con las fuerzas que, como el aprendiz de brujo, ha contribuido a desatar, con un proletariado que hacia 1890 se eleva a 150 mil hombres, y a la vuelta del siglo fluctuará entre los 200 y los 250 mil, proporción considerable para un pequeño país sudamericano.
La concentración obrera hace surgir organizaciones de un carácter más moderno, enriquecidas por el conocimiento de la historia sindical de las naciones europeas.. Se funda en 1890 la “Federación Nacional Minera” y el diario ”La Unión de Valparaíso” –citado por Hernán Ramírez-, comprueba con inquietud “el viento de sorda irritación y de profundo descontento que sopla sobre nuestras clases trabajadoras… El movimiento socialista en Chile no es un fantasma… sino un peligro que surge y un problema muy grave que se impone al patriotismo de los hombres previsores”.
En la última década del siglo XIX se producen reveladoras escaramuzas en la lucha ideológica entre anarquistas y socialistas. Los primeros publican en 1893 en Valparaíso: “El Oprimido” y ese mismo año el anarquista Martínez polemiza con los socialistas en su opúsculo “En defensa de mis ideas”. En 1896 en “El Grito del Pueblo” un articulista que se firma Carlos Marx, habla de “las ideas redentoras del socialismo… que penetran en Chile…”
Ya en 1889 Luis Olea, que será uno de los principales dirigentes de la huelga de 1907, habla “del gladiador temerario que esgrime con la seguridad del éxito las armas de la razón templadas en el yunque de las teorías de Marx…” Como una premonición, advierte que el “proletariado desesperado en venganza de tanta injusticia, se rebela contra la iniquidad que le oprime. Tiembla ya por su porvenir, que el día fatal de la vindicación llegará al fin, y entre los escombros de todo un régimen se alzará triunfante el sol del socialismo”.
Once años antes de la masacre de Iquique, en Santiago la Unión Socialista celebra un mitin de 4 mil personas, en la Plaza Vicuña Mackenna, lo cual revela que ya era un movimiento de masas y diez años antes el siniestro jefe de policía de aquel entonces, Eugenio Castro, asalta sus locales. En 1897 se realiza un intento de constituir un Partido Socialista de Chile, corroído y finalmente destruido por el demoledor influjo anarquista. Tanta es la irradiación alcanzada por las ideas socialistas que el arzobispo de Santiago, Mariano Casanova, lanza una pastoral contra ellas: “Nada tienen en este mundo –dice refiriéndose a los obreros –pero pueden tener todos los tesoros del cielo en el otro si soportan con cristiana resignación las privaciones de su pobreza”. Son estos índices importantes que explican el angustioso temor que se extendía en los círculos gobernantes y los empujaba a la violencia contra el pueblo como solución al “problema social”, que adquiría ya en Chile vastos caracteres.
Entre estos aspectos tal vez el más significativo sea la constitución de los primeros sindicatos obreros, que llegan a una treintena al momento de irrumpir el siglo XX.
Concretamente en la provincia de Tarapacá se ha formado la “Confederación de Sociedades Obreras” y en 1900 una organización superior, la “Mancomunal de Obreros”, de gran fuerza de atracción entre el proletariado, que cuenta a Luis Emilio Recabarren entre sus dirigentes. O sea, con el advenimiento del siglo se señala un nuevo paso decisivo hacia la mayoría de edad del movimiento, que se expresa también en un definitivo sentido internacionalista, en la solidaridad con la Revolución Rusa de 1905. “La Revolución Obrera de Rusia es el resultado ineludible –declaran los trabajadores chilenos- del despotismo autoritario y burgués… La honrosa actitud del pueblo ruso merece el aplauso unánime del mundo civilizado…”
La situación de la clase obrera después de la guerra civil se agravó a extremos intolerables. La carestía de la vida atormentaba a todos los hogares laboriosos. El economista norteamericano Frank Whitson Fetter, en su libro “La inflación monetaria en Chile”, registra este estado de cosas: “El problema mundial del alto costo de la vida comenzaba a sentirse en Chile entonces con la agravante de la caída del valor en oro del peso que había llegado a 14 peniques en 1906. Las clases asalariadas frente al alza de los precios comenzaron a luchar por obtener salarios más altos, lo que dio origen a que se desarrollara una conciencia de clase. El alza de los precios fue uno de los elementos más importante en el desarrollo de la cuestión social en Chile y con posterioridad a 1904 no hay debate sobre el problema monetario en que no se haga referencia a la cuestión del trabajo”. El autor cita a un político tan inclinado a favorecer a los poderosos como Enrique Mac-Iver describiendo a sus colegas del Senado los peligros de la situación: “Este estado de profunda agitación y excitación de las clases trabajadoras, esta carestía intolerable de la vida, que puede ser indiferente para los que tienen negocios en la Bolsa, ¿no piensan mis honorables colegas que puede traer envueltas las huelgas futuras con todas sus consecuencias? …¿Tenemos el derecho de amargar la existencia de nuestros conciudadanos y arrebatarle día a día el pan de la mesa?”
Los días trágicos
Las contradicciones que el capitalismo había traído a nuestro país estallaban en frecuentes crisis periódicas, que con el alborear del siglo XX se hicieron más seguidas. Ya el león británico no estaba en la plenitud de su fuerza; un competidor más joven e impetuoso comenzaba a limarle las garras y a preparar su desplazamiento, el imperialismo norteamericano. Ello obligaba a los inversionistas ingleses a esquilmar con mayor furia los países sometidos, a fin de salvar las nuevas dificultades. Y esto era verdad sobre todo en los países del sur de nuestro continente, particularmente Chile y Argentina. La perla de estas inversiones es la industria salitrera. Alrededor de 150 oficinas mantienen encendidos sus fuegos y los capitalistas británicos reinan como amos y señores, determinan las decisiones gubernativas, manejan a los intendentes y cuentan con una mayoría dócil en el Congreso. Todo esto se desnudó impúdicamente a raíz de la masacre de 1907, que fue una especie de nudo trágico que puso al descubierto hasta donde el imperialismo había corrompido los círculos dirigentes y tenía a su disposición el aparato del Estado, con todo su poder de represión. En la época de la masacre trabajaban en el salitre más de 40.000 obreros, que sufrían en carne propia esta dominación y reclamaban contra ella. Aquel año 1907 el Primero de Mayo había sido celebrado en Santiago con un mitin citado por la Mancomunal de Obreros y la Federación de Trabajadores de Chile, al cual concurren 30.000 personas. En el propio Iquique la conmemoración del sacrificio de los mártires de Chicago es grande, no sabiendo que en aquel mismo año esa ciudad vería un holocausto obrero numéricamente varios cientos de veces mayor.
Una llamarada de descontento recorre el país y en diciembre de 1907 los pampinos de Tarapacá se lanzan a la huelga elevando un pliego de reivindicaciones que resume gran parte de sus más legítimas y postergadas reivindicaciones. Piden, en síntesis, terminar lo más pronto posible con la circulación de fichas, restableciendo el curso de la moneda nacional; el pago de los salarios a un cambio de 18 peniques; poner fin al monopolio de las pulperías, respetando la libertad de comercio en las oficinas; cerrar con rejas todos los cachuchos, a objeto de impedir las caídas mortales; lugares para el funcionamiento de escuelas nocturnas; prohibición de desahuciar obreros participantes en el movimiento y que se obliguen tanto patrones como pampinos a dar un aviso de quince días antes de dar término al contrato de trabajo.
Tales fueron las “terribles” peticiones que movilizaron, para reprimirlas, a un ejército entero y formaron la santa alianza del imperialismo, los terratenientes y los grandes intereses mineros, el gobierno, los generales y los abogados de las Compañías, o sea la suma de la hez distinguida, que había vendido al país a raíz de la guerra civil del 91 y ahora se unía en un solo frente de sangre contra los obreros chilenos.
La dirección fundamental del movimiento residía en un anarquista, José Briggs, quien demostró en el curso de los hechos toda la falta de consistencia, todo el individualismo, la facilidad para el entusiasmo y la desesperación que caracterizan a esa doctrina. Había también en la dirección hombres de ideas socialistas, pero no fueron decisivos y ni sus concepciones políticas ni su conducta táctica eran tan sólidas como para guiar a buen fin un movimiento que desde el primer momento los capitalistas salitreros rechazaban de plano.
Los obreros, con sus familias, abandonaron las oficinas rumbo a Iquique para pedir justicia. Se inició así el éxodo más numeroso y colorido que recuerda nuestra historia. Los capitalistas salitreros ingleses presionan al gobierno y éste no necesita que se lo digan dos veces para decidir un baño de sangre ejemplar, que viniera a terminar de cuajo con todo el viento de fronda que conmueve al país entero. Estas son las órdenes que el Presidente de la República, Pedro Montt, imparte, a través de su Ministro del Interior, Rafael Sotomayor, al Intendente de Tarapacá, Carlos Eastman, y el general Silva Renard. Se envían regimientos de refuerzo desde Tacna y Copiapó, marinería de desembarco y carabineros.
Todo se ha preparado para la matanza. Los obreros se han esforzado por mostrarse extremadamente cuidadosos, a fin de no desatar la provocación que los más suspicaces olían en la atmósfera. Silva Renard, que ya en 1904 ha reprimido con las armas a los obreros de Tocopilla, recibe las órdenes del gobierno en pliego cerrado.
El 21 de diciembre de 1907 se produce la matanza, asesinando con ametralladoras a la muchedumbre congregada en la Plaza o en la escuela de madera, perforada por los proyectiles. Queda un saldo trágico de cadáveres. Alejandro Venegas, en su libro “Sinceridad” calcula en dos mil los muertos de esa tarde dantesca.
El Presidente Pedro Montt pocos días después, primero de enero de 1908, dirigió al general Silva Renard el siguiente telegrama: “Envío a Ud. mis saludos de año nuevo. Ha cumplido usted los deberes de su cargo en forma que hace honor a su criterio y energía”. Y luego, inscribieron el nombre del general verdugo con letras de oro en el estandarte de un regimiento, que todavía lo lleva, en premio a esa “hazaña”.
UNA NUEVA EPOCA
Junto con los muertos de Iquique moría también una época del movimiento obrero, que Recabarren, quien entonces está en el extranjero, enjuicia certeramente, después de estigmatizar con frases de fuego la vesanía de los opresores: “La más pura crueldad, el más refinado salvajismo acaban de emplear los guardianes de la sociedad burguesa para dominar y reducir el hermoso movimiento obrero que estallaba en el norte de Chile, en la provincia de Tarapacá, con el objeto de exigir de los capitalistas el cumplimiento de promesas anteriores sobre el mejoramiento de la condición económica en que viven las familias obreras de aquella región del país”. Luego comienza a analizar el problema político y táctico a fondo: “Hasta hoy los obreros no han podido seguir un camino más seguro. Son en su mayor parte ignorantes, sin orientación científica sobre la lucha de clases, sin métodos, sin una organización siquiera regular… y con una prensa numerosa, pero falta de puntos precisos sobre esta clase de lucha. Así se explica que sólo hayan pensado en la violencia y cuyo método ensayado ya en repetidas ocasiones y estrellado contra las bayonetas y los cañones, deben señalar un cambio de táctica más inteligente, menos violento, más eficaz, más bulliciosa, la organización poderosa del proletariado en un terreno económico, político y cooperativo para sustituir inteligentemente por estos tres caminos a la actual sociedad”. Esto lo publica el 13 de enero de 1908, en “La Voz del Obrero” de Taltal, y constituye una precisa condenación de los métodos de conducción anarquista que primaron en el movimiento.
Hay en este enjuiciamiento algunas de las ideas con que Marx definió el anarquismo en su tiempo, como “un amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases sonoras…” “Sus concepciones –escribía Lenin- reflejan no el porvenir del régimen burgués, empujado por una fuerza inexorable hacia la colectivización del trabajo, sino su presente y aún su pasado, la dominación de la casualidad ciega sobre el pequeño productor aislado”. Marx, Engels y Lenin analizaron a su tiempo la raíz pequeñoburguesa del anarquismo, su resistencia a la disciplina y la unidad, su debilidad por las palabras arrebatadoras y retumbantes, su propensión a jugar con la huelga general o el paro indefinido, su completa disposición para ignorar las condiciones objetivas de la sociedad, y los sentimientos de las masas y su afán de saltar las etapas históricas por decreto.
La matanza de 1907 marcó el sangriento comienzo del ocaso de la influencia anarquista, abrió el camino para que la clase obrera, después de un breve período de reflujo, empezara a fundir la lucha por sus reivindicaciones económicas con el combate político.
La sangre vertida la tarde del 21 de diciembre de 1907 en las calles de Iquique fue sin duda una semilla que contribuyó a la fundación del Partido Obrero Socialista en 1912 en esa misma ciudad, bajo la dirección de Luis Emilio Recabarren, y señaló la necesidad de unir a todos los trabajadores en una sola organización sindical independiente, con claro sentido de clase.
Han transcurrido cincuenta años desde la masacre de la Escuela Santa María. Este medio siglo ha sido de enormes cambios en la mentalidad y en la organización de la clase obrera, que por fin ha cimentado su unificación en la Central Única de Trabajadores de Chile. En este lapso ha visto formarse y desarrollarse un partido de masas experimentado e influyente, nacido de la entraña misma del proletariado chileno, el Partido Comunista, principal arquitecto de la unidad de los trabajadores y de todas las fuerzas populares, luchador insobornable contra los mismos oscuros poderes que incitaron a la matanza de 1907, el imperialismo extranjero, hoy como entonces el primer enemigo del pueblo chileno y de todos los pueblos. Diez años después de la inmolación y hecatombe proletaria en Iquique, los proletarios de Rusia derribaron el régimen capitalista e instauraron el socialismo, que hoy abarca a cerca de mil millones de hombres.
Al cumplirse, pues, medio siglo del crimen de Iquique, el pueblo de Chile puede decir que aquellos mártires no murieron en vano.
Si bien no compartimos enteramente la enfática declaración de la novelista francesa George Sand, que sirve de epígrafe a estas páginas, la verdad es que una república que asesina a sus trabajadores está desprovista de sustancia democrática real. Sin embargo, la mayoría de los gobernantes burgueses parecen ceñirse a la divisa recordada por Montaigne: “el bien público requiere que se traicione, que se mienta, que se masacre”.
La verdad es que nuestra historia está jalonada de capítulos sangrientos. En este medio siglo, el 21 de diciembre de 1907 es la fecha de la primera masacre y la del 2 de abril de 1957, sólo de la última. La única garantía definitiva de terminar con ellas es poner fin al régimen que las practica como una razón de Estado.
T.
Obras consultadas:
Hernán Ramírez: “Historia del Movimiento Obrero en Chile”. Siglo XIX.
Fernando Ortiz: “La cuestión social en Chile”. Antecedentes 1891-1919
Frank Whitson Fetter: “La inflación monetaria en Chile”
Marx y Engels: “Sobre el anarquismo”
Domingo Amunátegui Solar: “Historia social de Chile”. (*) Artículo aparecido en la revista “Principios” Nº 45, de Noviembre-diciembre de 1957, Santiago